
Antonio Ávila

La maestría en el manejo del lenguaje y con conocimiento total del universo femenino se refleja en el libro Una habitación propia, escrita por Virginia Woolf y editada por Lectorum.
Los críticos dicen que la autora lo hace “con agudeza, ironía y lucidez”.
Virginia Woolf aborda la histórica desigualdad entre mujeres y hombres en el ámbito de la literatura, denunciando las condiciones materiales y sociales que han silenciado durante siglos las voces femeninas.
Lejos de ofrecer un manifiesto panfletario, Woolf ofrece un ensayo brillante y provocador que combina la crítica cultural con la narrativa personal, desafiando al lector a repensar la relación entre género, arte y poder.
Un clásico imprescindible que sigue inspirando a generaciones de escritoras y lectores por igual.
Unas líneas de escrito

“Pero, me diréis, le hemos pedido que nos hable de las mujeres y la novela. ¿Qué tiene esto que ver con una habitación propia? Intentaré explicarme.
“Cuando me pedisteis que hablara de las mujeres y la novela, me senté a orillas de un río y me puse a pensar qué significarían esas palabras.
“Quizás implicaban sencillamente unas cuantas observaciones sobre Fanny Burney; algunas más sobre Jane Austen; un tributo a las Brontë y un esbozo de la rectoría de Haworth bajo la nieve; algunas agudezas, de ser posible, sobre Miss Mitford; una alusión respetuosa a George Eliot; una referencia a Mrs. Gaskell y esto habría bastado.
“Pero, pensándolo mejor, estas palabras no me parecieron tan sencillas. El título las mujeres y la novela quizá significaba, y quizás era éste el sentido que le dabais, las mujeres y su modo de ser; o las mujeres y las novelas que escriben; o las mujeres y las fantasías que se han escrito sobre ellas; o quizás estos tres sentidos estaban inextricablemente unidos y así es como queríais que yo enfocara el tema.

“Pero cuando me puse a enfocarlo de este modo, que me pareció el más interesante, pronto me di cuenta de que esto presentaba un grave inconveniente.
“Nunca podría llegar a una conclusión. Nunca podría cumplir con lo que, tengo entendido, es el deber primordial de un conferenciante: entregaros tras un discurso de una hora una pepita de verdad pura para que la guardarais entre las hojas de vuestros cuadernos de apuntes y la conservarais para siempre en la repisa de la chimenea”.